Lo que motiva la redacción de este artículo es la exasperación que me produce la falta de lecturas inteligentes y valientes sobre la situación política que se está dando en Catalunya en los últimos años, y que tan tensa está ahora mismo.
He nacido y crecido en Barcelona, ciudad a la que amo, pero soy hijo de inmigrantes que a su vez son de distintas nacionalidades, por lo que en mi configuración mental no hay ningún tipo de orgullo patriótico, ni español ni catalán ni de otro tipo. Además, he sido educado en la izquierda, en el amor a la democracia por supuesto, pero más importantemente, en el pensamiento crítico y el rechazo de las tendencias corruptas y corrompedoras del poder. Creo que estas características hacen que pueda reflexionar sobre la situación que se está dando en Catalunya con una cierta imparcialidad que me permite no tomar lados—sino es el de la lucha por un mundo mejor para todos.
Quiero empezar trayendo a colación el que para mí fue un año crucial del panorama político en que nos encontramos: 2011. En ese año, no solo en Catalunya o España, sino prácticamente en el mundo entero, hubo levantamientos contra la tiranía de unos gobiernos que no eran sino marionetas de instituciones internacionales (como el FMI o el BCE) encargadas de asegurar la hegemonía del mundo financiero, continuando así con el proyecto del neoliberalismo global como única opción, sin importar que hubiera causado la que es quizá la mayor crisis económica de la historia mundial, y sin tener consideración alguna por los costes humanos. Lo más bonito de ese momento (y esto lo recordarán bien aquellos que estuvieron presentes en el 15m), es que había un sentimiento de hermandad que iba por encima de cualquier división identitaria a la que estamos acostumbrados. Cristiano o musulmán, viejo o joven, funcionario o artista, español o catalán; nada de eso importaba. Lo que importaba era que todos éramos capaces de ver como las obcecadas elites que nos gobiernan se mofaban de nuestros derechos, aprobando leyes que aseguraban la precarización de la vida del grueso de la sociedad casi sin pestañear, y además, robando sin vergüenza. En ese rechazo encontramos unidad.
Recordarán algunos también que aquel ciclo de protesta no logró canalizarse en un proyecto que pudiera entrar en el juego de la democracia representativa para tomar las riendas del estado. Pero esto es solo algo positivo: aquella gloriosa exhibición de ganas de cambio y fuerza para exigir justicia no quería, ni podía, encajar en las reglas de juego existentes (¿Quién se acuerda de la tranquilidad con la que altos cargos del PP y del PSOE respondían a los que les preguntaban sobre las concentraciones, “que se presenten a las elecciones, para eso está la democracia”?) Comprensiblemente, en noviembre de aquel mismo año el PP ganó las elecciones con mayoría absoluta; los votantes del PP no simpatizaban con la causa de los manifestantes y fueron a votarles, no como en el caso del PSOE, el otro partido hegemónico de la aún joven democracia española, que renunciando a los valores socialistas de su fundación, había acatado las órdenes de la troika sin rechistar. Para entonces una grandísima parte de la población ya no se sentía representada por ninguno de los miembros del establishment.
Y vino 2012. Los ciudadanos sensibles de toda Catalunya y España sufrían la humillación del gobierno de un PP desatado, que en plena crisis y con mayoría absoluta, estaba dispuesto a poner en marcha todos los planes de su lado más rancio (entre ellos, la exaltación de un ideal franquista de la patria española, que no puede de ninguna manera dar su brazo a torcer por Catalunya).
En 2012 hubo dos huelgas generales, una en marzo y otra en noviembre (esta última a nivel europeo). En ambas, la asistencia en Barcelona fue cerca del millón de personas. Fue en la de noviembre en la que Ester Quintana perdió un ojo por un balazo de goma de las patrullas antidisturbios de los Mossos d’Escuadra. Pero Felip Puig, como en tantas otras ocasiones durante el previo año y medio, negó que los Mossos hubieran siquiera usado mísiles de goma, como también negó cualquier otro tipo de agresión desmedida por parte de estos. En ese entonces era conseller d’interior, sin duda uno de los cargos con mayor responsabilidad del govern de CiU, por lo que sus actuaciones y las de su cuerpo policial no podían sino darse en connivencia con Mas y el resto de la cúpula. Nos dieron de ostias. Y en Madrid también. Por toda Europa y por todo el mundo circulaban vídeos y fotos de los abusos policiales tanto de los Mossos como de la nacional. El poder tenía miedo de una sociedad que se estaba rebelando contra él y contra la tremenda rebaja de derechos que le estaba imponiendo, y era palpable.
Es en este contexto que Artur Mas, al mando de CiU, demostró una increíble astucia política. Obviando que su partido era difícilmente distanciable del PP en lo político—pues no solo había aplicado los recortes con la misma convicción que este, sino que había sido fiel cooperador suyo en el parlamento español, siendo crucial por ejemplo para que Aznar fuera presidente dos veces, además de compartir también el tener indicios de terribles tramas de corrupción—Mas hizo una apuesta por uno de los trucos más conocidos de la política occidental en períodos de crisis: reclamar el retorno de la soberanía de una nación que ha sido privada de ella, y señalar a un culpable de la situación. Y dio en el clavo.
Mas ha sido en cierto sentido un precursor de una corriente de nacionalismos que ha ido surgiendo en los años siguientes en toda Europa, pero su caso es particular. Supo anticipar que el descontento de la población podía llegar a removerlo a él y a CiU del poder, y frente a un intransigente gobierno central comandado con una estrategia política pésima, hizo la apuesta correcta. En un giro completamente inesperado, se proclamó el defensor de los intereses de Catalunya y los catalanes. Le cambió la cara y el discurso al partido, y pasaron de ser un símbolo tradicional del establishment catalán (y colaborador del español) a ser los abanderados de la liberación de la nación catalana.
En este caldo de cultivo se produjo la diada del 11 de septiembre de 2012, la mayor hasta el momento de la historia post dictadura. Allí los Mossos no dieron ni un palo, CiU caminaba entre los asistentes. Un mes más tarde, prometiendo ya trabajar para lograr la nación catalana a través de un referéndum, Mas ganó las elecciones (y Felip Puig fue asignado una nueva consellería, en la que estuvo hasta 2016). Estando aún caliente el espíritu de protesta y reforma social del pasado año, CiU tuvo que ceder a asociarse con ERC e incluso con la CUP, algo que hubiera parecido impensable poco antes, lo cual también ha causado que tengan tanta urgencia con el tema del referéndum; si se habla de cualquier otra cosa en el parlament, Convergència está solo y en apuros.
En Catalunya, gracias a dios, no ha surgido un fervor fascista y xenófobo que si lo ha hecho en los países de casi toda Europa y Estados Unidos. Sin embargo, el auge del sobiranisme comparte tres características clave con algunos de estos procesos. La primera es la de señalar un otro significante en la que se deposita la responsabilidad del malestar de la población. Entre los culpados están los sospechosos habituales: los organismos supranacionales que coaccionan la capacidad de decisión del país, y casi siempre, más o menos abiertamente, los inmigrantes que roban el trabajo o amenazan con destruir la cultura. El brexit y Trump son claros ejemplos de esto. En el caso de Catalunya, se señala al estado español; empezó a cundir el discurso que España ens roba, hasta que se hizo real—siendo Convergència los principales voceros de esta teoría, como si no hubiera tenido en sus treinta años de poder en el parlament tiempo o fondos para ejecutar un plan económico que fomentara la igualdad de oportunidades para los catalanes a base de gasto público y leyes de justicia económica.
La segunda característica es la del retorno. Se invoca un punto en el pasado en el que en teoría el país sí tenía soberanía política, y por tanto su población vivía mejor. En algunos casos es indefinido, como en Estados Unidos lo es el “make America great again”, pero en el caso de Catalunya está fijado: hace más de tres siglos, antes de 1714. En los últimos años hemos asistido a una clase magistral de como recoger un mito histórico y convertirlo en el principal argumento de un proyecto político—a través de insistente propaganda en museos, radio y televisión pública se ha cementado la creencia de que Catalunya no es sino una nación invadida y raptada a la que avala la historia (está de más mencionar, pero es irresistible, que si las fronteras de Europa volvieran a las que eran en 1714, no existirían ni Francia, ni Alemania, ni Italia, ni la mayoría de los estados actuales). Al que tenga un fuerte arraigo al territorio de Catalunya le puede parecer una burrada que yo hable de 1714 como si fuera un cuento usado para defender intereses políticos más bien oscuros, pero para mí, la nación es una ilusión que se fomenta para servir a una estructura de poder determinada.
La tercera característica es la del rechazo de un status quo de una clase política cansina y sin soluciones en favor de un agente outsider que propone algo realmente distinto, si bien es en realidad un retorno y no un progreso. Pero en Catalunya, gracias a la habilidad estratégica de Mas y su partido, esto se ha dado de forma distinta. Mas i Convergencia no son outsiders, sino más bien todo lo contrario; como he dicho antes, han sabido saltar del bote antes de que los empujaran.
Sin embargo estas cuestiones han pasado ahora al segundo plano. El PP, haciendo gala de su envidiable elegancia y astucia, no podría haberle hecho un mayor favor a los abanderados del procés si lo hubiera intentado. Con su actitud siempre beligerante y casposa le ha entregado al govern la legitimidad política en una bandeja de plata. Porque Mas hizo su jugada con lo del procés intuyendo que Rajoy nunca permitiría un referéndum, por lo que de allí en adelante, la discusión no sería sobre la independencia, sino sobre el derecho a decidir. No hay nada más lícito que el derecho a decidir, claro. Ahora, el discurso de Convergència es intachable: “solo pedimos que nos dejen organizar un referéndum, que sea la gente la que decida”.
Este referéndum ha pasado a ser uno por la rebelión contra un gobierno español insufrible, en el que tanto daño se le puede hacer, que parece irresistible no tomar la oportunidad. Votando, y votando sí, parece que podemos darles a los hijos y nietos del franquismo tal bofetada que solo verlo valdría la pena. Pero este referéndum es una pantomima, es una trampa. No es la dirección hacia la emancipación social. Ni siquiera es serio: no hay en la ley que han hecho para él el requisito de que voten un mínimo de catalanes para dar el resultado por válido y declarar la independencia. Esto es gravísimo en mi opinión. A pesar que yo no creo en este referéndum y tampoco en el voto positivo, no tendría ningún problema en aceptar que Catalunya se independizara si claramente la mayoría de catalanes lo desean, faltaría más. Pero tiene que estar muy claro, sino es problemático. Pongamos un escenario hipotético para ilustrar esto. El censo de Catalunya es de cinco millones y medio, más o menos; si el primero de octubre fueran a votar tres millones de personas, que ya es mucho, sería una participación del 60%. Si de los que van a votar el 60% vota sí a la independencia, sin duda el govern daría por válido el resultado. Este 60% sería alrededor de dos millones de personas (el número de votos que recibieron JxSí y la CUP juntos en las últimas elecciones), que en el total de habitantes de Catalunya, es decir siete millones y medio, sería un veinticinco por ciento de la población total, o lo que es lo mismo, uno de cada cuatro catalanes. Solo con que uno de cada cuatro catalanes votara por la independencia bastaría para tomar una decisión tan drástica y que tanto afectaría a todos.
A mí me fascina Catalunya y su historia. Es poseedora de una cultura riquísima y de un territorio bellísimo. Pero mi amor no se debe a un grupo de seres humanos solo por haber nacido cerca o por compartir la característica de ser catalán. Mi amor se debe a la humanidad en general, y es para ella que intentaré buscar un mundo mejor. A día de hoy, la verdadera causa de los males que nos acechan no tienen fronteras. Esto lo hubieran visto igual los heroicos revolucionarios catalanes que resistieron y casi vencieron el asedio fascista durante la guerra civil. Si quieres lograr un mundo más justo, no puedes cogerle la mano al poder; nunca caigas en la trampa de creer que está de tu lado, si dice estarlo, es seguro que te está usando para clavártela luego.
Vivimos en un mundo caótico, en el que parece que vamos a toda velocidad haciendo lo que se puede esperando que no se vaya todo a la mierda; no tenemos nada a lo que agarrarnos, no sabemos en qué creer y los políticos solo saben que hacer lo mismo año tras año. El mundo es grande y complejo. Hay guerras, pobreza y naturaleza en extinción. Da la sensación, frente a esto, que si acotamos el espacio en el que se toman las decisiones que nos afectan, si lo hacemos más cercano a nosotros y compuesto exclusivamente de los nuestros, estaremos mejor capacitados para afrontar la realidad en que vivimos. Es una lógica perfectamente legítima. Queremos sentir que pertenecemos a algo real, que tenemos una misión. Pero desde luego la transformación social no se da por cambiar de bandera. Por mucho que sean de los nuestros, no nos van a salvar. Más bien lo contrario, seguirán torciendo por los intereses de los grandes bancos y corporaciones en detrimento de nuestros derechos y nuestra calidad de vida.
Hay que estar a la altura de los retos de que se nos presentan en este siglo, que son muchos, muy complejos y en gran medida, globales. Eso significa estar alerta y no dejarse engañar por quienes ante todo buscan preservar su privilegio. Exijamos más democracia, pero hagámoslo con cabeza y coraje, pues es la única forma de lograrla realmente. Cambiar el mundo es urgente pero no cabe tener prisa, empecemos por deshacernos de quien dice luchar por nosotros pero lucha solo para sí.
Luca Dobry
Septiembre 2017